Me vuelvo hacia los que aún están enredados en las piedras del Coliseo y los veo devorar siglos de asombro con sus ojos, sus cámaras, su emoción. Desde la Porta Asinaria nos hemos tropezado con un sol cariñoso que baña la fachada de la Catedral de Roma y los niños escuchan a Juan que les dice que nada es fortuito en Roma y que el obelisco de San Juan de Letrán vino desde Egipto para marcar los espacios de la Ciudad Eterna.
Mis niños aún no se han despertado. Noches cortas y la primera lo fue aún más, pero lucen guapos, aún más guapos que esta ciudad. Algunos se durmieron en la estación de Términi en medio de una charla y despertaron de golpe, aprendizajes de un viajero y menos mal que no acabaron por Anagnina.
Hemos abrazado la furia de los ojos del Moisés en San Pietro in Vincoli y alguno me pregunta si es mármol, que parece que de pronto echará a andar con nosotros. Me dicen que todo es precioso desde lo alto de tantas colinas, e incluyen una mueca como propina al comentario, porque han descubierto en el Esquilino, el Palatino, en el Campidoglio, … que tienen pantorrillas. La gymkana los lleva a patear todas las piedras charlatanas del Foro y todas desembuchan alguna historia.
Me encanta verlos parlotear, sin prestar atención a nada a veces, pasear su tierna ignorancia, probar a ser viajeros por Via Giulia, por el Corso Vittorio Emanuele, por la Piazza della Minerva (“¿qué hace ese elefante con una farola encima?, “¡Es un obelisco, animal!), por Via dei Coronari y sus casas renacentistas, por Piazza del Popolo, donde ponen toda su atención en un espontáneo Panda gigante que por suerte no acabó en La Puebla. Y, como no, Piazza Navona…¡qué buena foto, niños, con esa Iglesia de Santa Inés de Borromini que se precipita sobre nosotros!
“Yo he comido una cosa cara y mala, pero no sé decirte qué es, mañana almuerzo contigo!”, “¡qué bien he comido, Lole! He probado el helado de Nutella, el de Nocciola, el de Maritozzo.” “Niño, vas a reventar”. Y mañana más y mejor, les digo. Y nos perdemos por el Panteón, más chulo que un ocho desde hace 1.900 años y buscamos un nuevo cocedero de gambas que han puesto en Roma… ¡Madre mía!, esa calefacción en el Ara Pacis… Una visita especial en la que saludas a Augusto y su familia inmortalizados en blanca piedra, todo fantástico, pero os recomendamos manguita corta y abanico grande si vais a ir.
No hay que andar mucho en Roma y ya se ve San Pedro, desde el Puente Umberto I, o desde la Plaza que Bernini inventó como un abrazo, o desde el Jardín de los Naranjos del Aventino, o desde una cerradura con larga espera que nos regaló un saco de chistes y risas, cansancio y buenas vibraciones. Y también el lujazo de ver Roma desde el cielo, “¿hemos subido a algo tan alto alguna vez?” “No lo sé hijo, pero traigo de todo en la mochila, pero no bombonitas de oxígeno para esta inmensa cúpula.” Y se van recuperando de subir al cielo por una escalera de Jacob inesperada y angosta.
Hay mucha emoción contenida cuando entramos en el Vaticano, en la Sixtina, en las Estancias de los Museos Vaticanos… Pasarán años, volverán con rostros diferentes, los suyos con otras historias ya vividas, con armarios interiores más sabios y seguro que verán todo esto con su justo valor y retomarán lo que les sonará como un eco… Nuestras explicaciones por el micrófono, nuestra propia emoción que nos hace explicar los cuerpos de las sibilas de Miguel Ángel como si fuera la primera vez que lo hacemos.
Es enero, fecha rara de viaje con alumnos, y hay tímidos días de sol, otros con hilos de plata en el cielo y otros también de lluvia inmisericorde y “!vaya!, hoy que me había puesto el outfit para el sol” pero, da igual, es siempre genial ver el Trastévere si llueve, o si te cueces de calor, comer en “Otello” con un puñado de críos de esta excursión de 61 almas, meditar una rato en silencio en la inquietante y etérea estatua de una Santa Cecilia dormida para siempre y cruzar por los puentes de la Isla Tiberina hacia el Barrio Judio, oscuro desde las cuatro de la tarde. Y es que es enero, … pero Amparo piensa que todo está genial también en enero, aunque esté todo con “iluminación dramática”; bendita sea Amparo.
La tarde cayó hace mucho y el Castillo del Santo Ángel es de tul blanco satén con esa luna llena que hemos incluido como plus en el viaje. Roma está llena de luciérnagas desde lo alto; es un telón mágico. Charlas intrascendentes en la terraza, “mira qué llavero he comprado”, “¡qué guay Florencia y el tren rápido!”, “¡y aquel restaurante metido en un palacio!”, “se ve el gran monumento merengue de la Piazza Venecia por allí”, “¿habéis visto cuántas iglesias?” Pues sí, más de 900. “¿Cuántas hemos visto, Lole?”
Roma y Florencia nos han regalado templos que son centros de arte, catedrales, basílicas patriarcales (genial tener la de Santa María como decorado de nuestras cenas en Roma), hogares de ilustres enterrados, otras con estatuas que justifican la visita, suelos apabullantes, techos engañosos, espacios inabarcables, iglesias con leyendas, o escondidas en termas y a veces cerradas según el errático horario romano.
Os veo aún cerca de la terraza del Pincio, donde un muchacho toca en una guitarra “Preghero per te” de Adriano Celentano y os veo sentados frente a Villa Medici haciendo una ola que no repetiréis nunca más en la vida, ni nosotros los adultos tampoco, pero que nos ha unido para siempre en casi cinco días maravillosos. Siempre os vamos a querer.
Lole.